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lunes, 18 de junio de 2012

ANTIGUOS PÁRPADOS


Después de todo, nadie nos ofreció un cielo sin pesadillas:
cuando nos hablaron de él, fue para desviar la atención,
para que no viéramos ahí, el árbol amorfo de la vida, la podredumbre
 asfixiando los párpados y el amanecer maloliente de espejos quebrados.
Imagen de André Cruchaga





ANTIGUOS PÁRPADOS




No son mis párpados de ayer, colgados de los ojos del tiempo, sino éstos que caen avergonzados entre los estiajes que produce la modorra, esos desfiladeros de la saliva inmunda, los tantos caminos del vértigo mordiendo los tiestos de la sopa, la insania de los calcetines tartamudeando en el páramo esdrújulo de la herida última de los claveles. No tengo nada que decir después de enredarme en los remolinos del tragamonedas de los poros, de la preñez inmóvil del taladro sobre la roca, de aquel laúd con túnica en el surco añadiendo ventarrones al oficio de mirar desde el centelleo de las mariposas hasta el rascacielos de los murciélagos. Por cierto que nada nuevo tengo sobre el tapexco, dentro del ático, sino el ritmo del desequilibrio, el aullido con sus patas difuntas, el hollín mortuorio de las guitarras y el pulso del mundo que cada vez es diferente. Lo que me queda es esta visión de hélices rotas: el animal colgado en el cadáver de los colibríes, el dinosauro de Augusto Monterroso y hasta mi liviano cuerpo irreconciliable con la inmortalidad. Después de todo, nadie nos ofreció un cielo sin pesadillas: cuando nos hablaron de él, fue para desviar la atención, para que no viéramos ahí, el árbol amorfo de la vida, la podredumbre asfixiando los párpados y el amanecer maloliente de espejos quebrados. Lo demás lo saben las abejas y el matorral, y la luz que me recuerda siempre las honduras.

Barataria, 18, VI.2012

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