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viernes, 2 de marzo de 2012

DESTRUCCIÓN DE LA PACIENCIA


La paciencia cansa en todas sus pluralidades, aunque uno aprenda
a levitar; cansa ese invierno lento de latidos, cuando uno se hunde
a medida suben las aguas y rebasan el cuello;
cansa la pelambre de los chiriviscos en la cara, el código del devenir
mientras las hormigas alteran techo y aldabas, la órbita
de la esperanza, en fin, la casa indescriptible del alma.
Imagen tomada de Miswallpapers.net




DESTRUCCIÓN DE LA PACIENCIA




Todo es posible: esperar que desaparezcan los inviernos de casa,
cada inclemencia de aserrín que me roba la claridad de la vista,
cada risa que pestañea en la lengua con un tambor de cuero
curtido en el alfabeto náufrago de las sombras, en las ruinosas
bicicletas de la niebla, piedras pesadas en la boca y sobre el féretro
donde la lágrima brota de los cadáveres como para humedecer
la madera de los días postreros muertos también en el torrente
del espejismo. La cola de cascabel destruye mi paciencia,

—vos, que nunca llegaste, sino en el postrero acantilado
del final de la desnudez sin remuneración alguna, precipitada
en el semen irrefrenable creado en la semana mayor de la crepitación,
meses en el taburete esperando escaleras de azúcar,
cercano a la piedra pómez de la leche afiebrada, lírico como río
desbordado entre la muchedumbre impersonal del espejismo
galopante del surtidor invernal, empinado en el candado migratorio
de mi propio mundo de nichos: debo decir que todo lo ha rebasado
el tiempo: dejo la paciencia para atesorar tiliches, para la especulación
cartesiana del volcán de la poesía encerrada en mis prioridades.

—Vos, destruiste los roperos y la alacena,
la poca fortaleza que me quedaba en el paladar duro del temblor
del ojo, estío derramado en los dedos de los peces;
desgastados los amuletos, la taza de café azul de los pájaros,
me pregunto si valió la pena tanta espera, si el paisaje a pesar de todo
es posible con los ojos ciegos,
si la negación es parte de los aserraderos, hora sin aliento, dolido
en la butaca mientras pienso en cada uno de los absurdos:
la inclemencia sobre la mesa, el pelo desteñido de la historia,
el silencio obligado, impetuoso en medio del hollín del tabanco
sin que los geranios del traspatio me tiren monedas, el olor
del desenfreno diluido en los andamios de la saliva.

Debo suponer que no es suficiente el delirio, ni tener los dientes
largos de lobo, ni buenos pedernales de próstata, ni apetitos
indoblegables, por el promontorio de asedios, pesadumbres, dolores,
erratas de equilibrista de crepúsculos: —de pronto, todo fastidia.
La paciencia cansa en todas sus pluralidades, aunque uno aprenda
a levitar; cansa ese invierno lento de latidos, cuando uno se hunde
a medida suben las aguas y rebasan el cuello;
cansa la pelambre de los chiriviscos en la cara, el código del devenir
mientras las hormigas alteran techo y aldabas, la órbita
de la esperanza, en fin, la casa indescriptible del alma.

Por eso, he empezado a olvidar nombres: todos aquellos
que me horadaron, los que me hundieron de bruces en el pavimento,
sin palabras; los que me miraron con insolencia y desdén,
dañinos a mi condición de eremita.
Ahora con precisión de francotirador, aviento al brasero
toda la paciencia que tuve. Toda la bisutería circense de mis costados.

Barataria, 23.II.2012

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