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lunes, 10 de octubre de 2011

PARED AMANECIDA


No podemos recomponer la historia con el alarido: suspiro en el arco
convulso del suspiro, las paredes son mi eternidad íntima.
Después de todo, cada quien vive sus propias circunstancias,
descifra los nombres a oscuras, palpa la brasa o la escoria.
Imagen tomada de Miswallpapers.net





PARED AMANECIDA




¿Quién decide las voces que suben por la escalera de la conciencia
hasta ser una pared amanecida de sombras, vuelos, cansancios,
quien domina el vértigo terrestre, los pasos rotos en el vacío,
el otro yo, compañera, que me vuelve ciego como el dolor corroído
de la noche en medio de las aguas del pecho,
en medio de tanto tiempo de esquinas, tiritando en las manos
del delirio, en semanas que no se vale soñar, porque hay otras premuras:
sobrevivir al pez que cuelga de las estrellas, distancias imprecisas
de pasillos, puertas resucitadas en la boca?

No sé si gano cuando la saliva se convierte en pedazos,
cuando mi cuerpo es sólo pared de repetidas distancias,
cuando ha dejado de existir un punto de partida y el terror
se ha vuelto un espía, y masticamos, amor, la emboscada mortal.
Todas las premoniciones son ciertas:
¿Tienen que ser así, amor, los días? ¿Estas paredes ahogadas
en el escalofrío, la escama adusta de la intemperie,
los brazos colgados de un viento moribundo?
Todo lo que amanece es roca de oscuridades; uñas suspendidas
en la lengua, repellos de adusta caligrafía,
taburetes quebrados en el acantilado de las pupilas,
algas oscuras que no me dejan ver tu cuerpo, los brazos míos
resbalando en tu polen de germinación prolongada,
de humedad disuelta en mis manos.

En las columnas de cal de las paredes, existen perversiones sutiles:
nada hemos cambiado de las estatuas, ni el grafiti es diferente,
el mismo aire viciado de la ceniza debajo de las sábanas,
el mismo tren del cierzo ascendiendo a nuestros sentidos,
el crujido desfalleciente de la garganta, las insinuaciones del tejado
Al borde del murmullo.
tanto silencio también ahoga las palabras: el desencanto
en la piedra de la Patria, la piedra caída en el zapato, rota la boca
de tanto callar, ante la fatal inminencia, senos que ha perdido
la memoria de tanto supurar ardores.

No podemos recomponer la historia con el alarido: suspiro en el arco
convulso del suspiro, las paredes son mi eternidad íntima.
Después de todo, cada quien vive sus propias circunstancias,
descifra los nombres a oscuras, palpa la brasa o la escoria.
Nos duele todo cuanto ha amanecido en las paredes: no hay gaviotas,
ni pájaros benignos, sólo cuervos esperando revivir el zarpazo,
aquéllos días de oscura horchata, el tizne a ciegas en el temporal
confuso de las calles con pólvora y zaguanes derrumbados;
y sin embargo debemos comulgar con el azor destrenzado,
impacientes y urgidos de abrigos: el toldo de la noche es inmenso
en la almohada, maduran las embolias como un cáncer.

Barataria, octubre de 2011

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