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viernes, 16 de septiembre de 2011

MUNICIONES DEL DÍA PARA UN EPITAFIO


El infinito siempre es la vena rota de los eslabones, ocaso
del río que sigue siendo ficción en las sienes, monólogo
en la solapa de los ojos, rincón donde cae en pedazos la entraña.
Carne somos, a fin, de cuentas, al filo de la agonía:
a menudo el pudor aúlla en los paraguas de los ojos;...
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MUNICIONES DEL DÍA PARA UN EPITAFIO





Desde los caballos vencidos, la fatiga, la sal derramada;
cada sed, tierra solamente besando el silencio, los barcos
grises del suspiro, la oscuridad presente en el aire,
todo el miedo en calles ciegas, —tinieblas somos del sino,
tierra donde estamos: calla la noche, el grillo del viento
preso en las sienes, ojos en el silencio de los huesos.
Todo es silencio en el mantel de la mesa: somos interminables
en el caudal de la muerte, hoja profunda del tiempo que cae
sobre el pájaro implacable del féretro.

El infinito siempre es la vena rota de los eslabones, ocaso
del río que sigue siendo ficción en las sienes, monólogo
en la solapa de los ojos, rincón donde cae en pedazos la entraña.
Carne somos, a fin, de cuentas, al filo de la agonía:
a menudo el pudor aúlla en los paraguas de los ojos;
el pabilo desenfunda sus laderas, atardece la noche, idéntica
a los relojes que se pierden en las aguas de la luna.
Cuando las municiones se tornan finitas, necesitamos el poema
para reescribir los epitafios, las vértebras del agua con rostro líquido,
la tinta que estremezca las ventanas,
las calles en las crines de la lluvia, la muerte dialogando con el búho.

Cuando el alarido de la brasa murmura en el cuerpo,
el pulso trasiega los vértigos, la cruz ferviente del ornamento,
el lirio sediento de destellos, esperma que busca equilibrio
en la mudanza de la ebriedad efímera del oleaje de la duna.
Como los brazos son insuficientes para abarcar todo el camino,
la alzada dibuja atarrayas, vértigo de llaves sobre la saliva,
mordidas que vuelven vendaval los ijares,
el clítoris salvaje de la aurora, en medio de la efigie negra
de la noche con sus altas incandescencias.
Al cabo, en el desvelo del firmamento, me quedo con mis propios
epitafios, umbral del esperma en el ave blanca del desboble;
remolinos de armonía surcan las aguas, el umbral disuelto
de la luz, inasible después de todo como los sueños bañados
en el secreto de lo inefable.

En el fondo, cada palabra o poema es un epitafio, signo del alba
indetenible, que nos lleva a caminar en los cielos del abismo;
en el tacto ya no cabe todo el firmamento: de las sienes a los pies,
el poema cerrado, el párpado en silencio,
la mosca de la niebla envolvente, la boca en la con ciencia del vacío.
Anterior a mí, la parábolas con sus ramas de ceniza,
el eco abriéndose como un torrente de nitroglicerina,
la música con la fuerza que sostienen los horcones del asombro:
como todo, mis ojos desaparecerán de tus ojos: la serpiente
carnívora nos come con su ciega escritura de sombras…

Barataria, septiembre de 2011

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