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martes, 27 de septiembre de 2011

CASI LEYENDA EL FUEGO DEL SIN FIN


TESEO LUCHANDO CONTRA EL MINOTAURO
Viajeros somos en la cercanía del muro que se alza, digamos,
como un torvo fantasma amanecido, perenne siempre la horda
del desasosiego, en el cebo que nos mantiene en vilo.
Imagen tomada de la red





CASI LEYENDA EL FUEGO DEL SIN FIN




Después de todo he recorrido kilómetros de ventanas, de brisa
y cobijas, pasaportes infectados de lavabos, palabras fugaces
como el fuego del sin fin, leyendas de piedras que muerden
el horizonte, de la última eternidad que habito.
Cada ser humano se resume en una racha de nostalgias:
siempre el rostro húmedo al recorrer otros rostros fugaces,
la belleza está en limpiar las flores, quitar la saliva del oráculo,
donde se esconde la respiración y el tiempo de encarnada
espuma, dientes galopantes, contigo en la almohada.

Desde los ascensores, escaleras, desde los mares de ultramar,
nos desgastamos al descubrir que el fuego o la luz,
delata las rigurosidades del confeti,
los apetitos insondables del sueño, agonizamos en el símbolo
del minotauro, ahí alcanza su mayor esplendor el sacrificio:
quedamos impávidos dentro de esta jaula amenazante,
pero somos Teseo en el Laberinto, revelaciones punzantes
del universo que a menudo nos niega sus propias lámparas.

Recordamos la claridad cuando estamos invadidos por sombras;
lo sabemos, ahora, que buscamos el fuego, incluso,
en el pajar del tabanco,
en la sangre del precio que pagamos por vivir en medio de rachas
de herrumbre, junto al hongo que oscurece el libreto
que debemos representar con agonía: la comedia, la simple tragedia
de pertenecer a la trastienda de la muerte, buscando
el hambre sin hollín, la mordida en el espejo.

Morimos cuando nacemos ensimismados en la sábana del fuego,
así de simple y natural, como las palabras del juicio infinito,
del cual somos extraños delantales, aire difícil de sorber
en la chimenea de la salmuera.
Viajeros somos en la cercanía del muro que se alza, digamos,
como un torvo fantasma amanecido, perenne siempre la horda
del desasosiego, en el cebo que nos mantiene en vilo.

Siempre estamos así mordiendo el hisopo de los meses:
¿descansaremos después de tantos años alfileres o habrá siempre
que resignarnos a ser peregrinos inciertos, invisibles
en este tizón de sombras encima de nosotros?
Sin duda habrá un ovillo, tal vez no como el de Ariadna, pero
ovillo al fin, que nos saque de esta fiebre de naipes,
donde nos deshagamos del despojo, escombro de asperezas
como un fuego sin fin.
Casi leyenda estos nudillos en la conciencia. El ojo aletargado
En la herida, —el día con sus temblorosas bocas, la muchedumbre
Como una sola boca ardiendo en la manada del vestuario,
Sin pulimentos en la historia de la noche…

Barataria, septiembre de 2011

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