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lunes, 9 de mayo de 2011

Y ASÍ LA TARDE HUYE FRENTE AL ESPEJO


Y así, la tarde, —inhóspito huésped—, huye de su propio espejo:
la campana de la respiración tiene otros albores; es otra la palpitación
sin los asedios cotidianos, sin el ojo despiadado del tizne.
Sólo quedan los rasguños de la emboscada, el yeso negro
de las carcajadas, las tablas desclavadas de los carruseles,...
Fotografía de André Cruchaga





Y ASÍ LA TARDE HUYE FRENTE AL ESPEJO




Y así, la tarde, —inhóspito huésped—, huye de su propio espejo:
la campana de la respiración tiene otros albores; es otra la palpitación
sin los asedios cotidianos, sin el ojo despiadado del tizne.
Sólo quedan los rasguños de la emboscada, el yeso negro
de las carcajadas, las tablas desclavadas de los carruseles,
y ese camino en zigzag que impide ver las líneas rectas de la luz.

Alguien deberá hacer la rendición de cuentas
con su propio subconsciente; desmontar los pertrechos de guerra,
asir el bálsamo sin alfileres,
planear los nuevos instrumentos de labranza.
De pronto salgo de los estándares de la palpitación: quedan pájaros
en la retina, pero no el adusto ceño del insomnio,
ni la porfía incierta de la oscuridad.

El espejo desvela los propios matorrales, las uñas del búho
en su pabilo de imágenes fijas, colores escindidos en la desazón.
En el fruto efímero de las semillas, la conciencia revela su tiempo:
los aromas desgastados del viento,
el rito de la cocina, los maquillajes en sobres de especias,
y hasta el cuaderno de los ojos con la dimensión adusta de la sal.
En la otra vida habrá que darle cuentas al aliento:
morder el paraguas de los girasoles, sacudir el talpetate de los poros,
recortarle las uñas al horizonte,
sumar sin lenguas aviesas, lavar los lavatorios, el mingitorio
del desierto de la moribundia, evangelizar los espejismos,
acercar la brújula a los litorales del amanecer que no son pocos.

La misma orfandad tiende a robarle los sueños a uno. —apesta el aire
de los rincones, la celebridad virtual del universo,
los contrastes de la risa, el paseo por las estaciones del chat,
la piedra que está ahí, incólume, en los sueños,
el umbral de rodillas como el vuelo de la ceniza, —No sé qué más trae
el ancla de los paralelismos, lo vacuo, el humo que de pronto
se yergue en catedral de feligreses radicales, inconclusas valijas
del asedio, sombras que, a fin de cuentas consumen los cirios.

(Me despido formalmente de la otra cara de la moneda:
dejo las carnicerías agazapadas de los meses pretéritos,
el trueno encamado de la alevosía,
aquellos cristales que ondearon un día como banderas verdes,
el parpadeo de porcelana en la pulsión de los cementerios.
Dejo el falso jardín, erigido en el estío: la inflación de los panales,
el despojo que produjo el rapeo,
y hasta el paladar hendido de los sexos en las veraneras.
No hay victorias en la noche, salvo la albarda de las sombras;
el espolón de las cobijas
una ciudad abrazada por los siete círculos del silencio…)

Barataria, mayo de 2011

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