Todo el tiempo recordamos, acaso, el conocimiento de la ráfaga,
la danza del río reflejada en la memoria, las diferentes formas
del destino en el aliento. La vida es ese abatimiento de conjuros
que autoexpulsamos o consagramos, antes o después,
en los recuerdos marginales de las semillas.
Fotografía de André Cruchaga
DESNUDEZ DE LA MEMORIA
Todo el tiempo recordamos, acaso, el conocimiento de la ráfaga,
la danza del río reflejada en la memoria, las diferentes formas
del destino en el aliento. La vida es ese abatimiento de conjuros
que autoexpulsamos o consagramos, antes o después,
en los recuerdos marginales de las semillas.
Nos niega la perpetuidad conclusiva: somos a fuerza, seres efímeros;
y por tanto, caminamos sosteniendo todo lo que nos niega,
la película lineal de la esgrima,
los miedos paralelos a la bruma, el sudor que extenúa las costillas:
nunca se agotan los pretextos para conjurar la habitación
exacta de los abatimientos,
la presencia expansiva del libro de la memoria,
el bien y el mal en las contradicciones manifiestas de la piel:
vivir cada día recobrando la conciencia de los unitivo, a veces, la fe
desfallecida, las nostalgias atesoradas en el aliento,
la orfandad que nos obliga a nombrar ciudades extrañas,
vientos que nos acerquen las distancias, y surcos donde quepa el sosiego.
La niebla pasa persuasiva sobre las sienes;
los días de páramo hacen lo suyo en el dintel, el espacio
de la respiración con sus árboles crecidos: avanza el tiempo,
los recuerdos como una atalaya de sábanas.
En un momento esta faena se vuelve amplio camino, luz creciente,
fermento del tacto asumido, y hasta fruición de los tiempos
clandestinos en donde la intimidad fue intensa estrella,
cipreses de ofrecida trementina,
blancos pechos en racimos, alacenas de germinal poderío.
Hay tanto que recordar, después de todo: el asalto a las calles,
los muertos que nunca faltaron a la luz del sol,
los charcos de la esperanza alumbrando el sigilo, la noche que elevó
las propias plegarias, amar la metamorfosis de uno mismo,
los cuentos de hadas que ahora parecen estados sobrenaturales;
pero también en los recuerdos hay caballos cenagosos,
memoria de oscuros remiendos, aquí que se ha vuelto noche
el camino, las escaleras de la brisa en ramas,
el destino en una sombra desconocida, las formas, simples formas
de la escoria, antorchas de nocturnas saetas, días con espuelas,
hangares de girasoles caídos en los párpados,
aceras sometidas al anonimato, bocas de pálida espuma.
—Desnuda la memoria, se clarifican los anteojos: todos los paisajes
quemados en la voz,
los silencios creados en torno al tapete del sexo: no sé si puedo
afirmar que he vivido. Alguna vez tuve que romper los embudos
del entrecejo y caminar quemadas las ventanas,
y sobrevivir sorteando acertijos, reconociendo en los pañuelos,
la conspiración del reloj y las tijeras…
Barataria, mayo de 2011
Belleza de palabras con la sensibilidad de siempre bella foto... abrazos para ti con la ternura de los pájaros solos... te quiero ...
ResponderEliminarLedeska
Apreciado Poeta:
ResponderEliminarLos árboles me producen sensaciones abismales, esas que amplian el entusiasmo o el pudor. Combinada -la sensación- con la palabra, el abastecimiento lúcido de imagenes, donde la metáfora camina a la par con la razón, crece en mí el precipicio, el vértigo, esas elevaciones que al entrar siempre a tu "cielo" me hacen tocar el azul.
La memoria -André- con esa desnudez con que la tomas, es la doncella que se esparce en tu ventana con maromas de melancolía. Pero siempre a tu lado, adherida, penetrada.
Qué seriamos sin su labor de duende entre los bosques de la razón.
Te saludo.
Mi abrazo afectuoso.
Marina Centeno.
Gracias, Ledeska, por tu comentario que aprecio enormente.
ResponderEliminarUn abrazo,
André Cruchaga
En efecto, Marina, a menudo hay que desnudar la memoria y hacer un ejercicio de recordación de las aguas en el sueño, de las alturas, que a fin de cuentas, con vértigo y todo, pertenecen a los pájaros.Así se abre, la alta voz de la noche.
ResponderEliminarAgradezco tu comentario y el abrazo afectuoso.
André Cruchaga