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jueves, 19 de mayo de 2011

ARS MORIENDI


La edad, sin duda, va estrangulando la garganta en el espejo;
cantos de intensas aguas, encienden la sed puntual de los días
venideros. Muero escribiendo la rotunda flor que se posa
en el cuaderno: mi monólogo ya es de ecos atardecidos,
tímidos pasos que gastan el cuerpo,
llagas crecidas por cada minuto de la brasa en las manos;...
Imagen tomada de la red




ARS MORIENDI




Apaciento mi sombra en los lugares más inseguros del pensamiento.
Oigo crecer mi osamenta cada día, mi infancia no ha terminado.
JULIA OTXOA




La edad, sin duda, va estrangulando la garganta en el espejo;
cantos de intensas aguas, encienden la sed puntual de los días
venideros. Muero escribiendo la rotunda flor que se posa
en el cuaderno: mi monólogo ya es de ecos atardecidos,
tímidos pasos que gastan el cuerpo,
llagas crecidas por cada minuto de la brasa en las manos;
he repasado las lecciones del insomnio con denodada madurez:
nada es más cierto que todo lo aprendido en el silabario
de la muerte, en el propio calendario del afán cotidiano.

Me he preparado con cierta ingenuidad de niño para ese gran día:
por supuesto, no tengo nada más que mi alegría,
el follaje de la austeridad, y la mirada tendida, clara,
sobre el Océano Pacífico. No tengo interés en otros vuelos que no sea éste:
 empezar mi viaje alrededor de la lluvia,
sepultar las uñas de la oscuridad,
ver por fin la luz para olvidarme en el oficio
de buscarla. Después de tanta noche de caballos,
la sal en los herrajes, el humo en la carne,
las ansiedades mordiendo la conciencia, uno anda leve,
el pulso quieto sin los analgésicos de la urbanidad.
He aprendido este oficio hasta quemar mis hombros
y espalda; la pasión me llevó por substancias ajenas, me hundió
en miedos, amarró ciertos parajes al patio de los demonios
que me hicieron respirar, después, en el abandono.

En cada puerta he clavado ceremonias lunares de escapularios, calles,
y remedios para apaciguar las pústulas que siempre me vinieron
en racimos de sediciosa hojarasca.
He olvidado el cactus inhabitable de los arneses, la antigüedad solar
de la zarza, el tumor de las etereidades, por la hamaca concreta
del desprendimiento: la sangre, por fin, que encarna peces
y copos de fiebre benigna.

Después de tanto sudor de alfileres, me encuentro con el acto inminente,
este paso firme que en modo alguno es cansancio, sino sobrado
rocío, llama profunda, para iluminar mi propio camino: este que,
ha tomado, la perennidad de las palabras, y el hervor tallado
de las esculturas. (La verdad me recorre de los pies a la cabeza;
por tanto, no duele este enamoramiento que me aprisiona, estoy por fin,
conforme con el pedacito de sol que llegó a mis pupilas.)
Ahora que se sirva el pan necesario en la mesa:
las ventanas ya no se disgregan, sino que son una sola profundidad,
calles y tiempo, semillas angélicas de la materia,
devotos eslabones de lo pétreo, intensa unidad del crepúsculo.
Ahora todo vuelve ya a lo doméstico: el silencio se hace inminente
en los jardines; y los sueños, una tierra de sabores
donde se bebe sin facciones el espejo…

Barataria, mayo de 2011

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