ANILLOS DEL HUMO
Ante las sombras
encaramadas en las sienes, el matorral y los sótanos
negros del humo, los
élitros gastados en la lengua de polvo
de los sombreros colgados
de los armarios como pacíficos guijarros.
Con frecuencia uno se
reduce a lápida mortuoria, a ese mudo hueco
que dejan los gritos a
flor de piel, a esa oscuridad que hurga
en el poyetón de los ojos
de un país con muchas cicatrices.
Nos sacuden las fisuras
que producen los martillos en las paredes.
El país ha aprendido a
hacerle costuras a las sombras, a morder
la corteza del óxido, y a
asomarse entre huesos a las quemaduras.
Uno va indagando entre
las tantas arqueologías de las telarañas.
En el humo encorvado de
lo improbable, las austeras inclinaciones
de la descomposición, la
danza de la ventisca,
y los pequeños caminos
que levanta el follaje de cipreses.
Sobre el pavimento las
grietas mudas de los ojos.
Oigo el fuego y enmudezco
de ojos: la calle nos consume con su deriva;
después, ni siquiera he
podido recuperar todos los cadáveres,
las nostalgias, ni una
sola piel de todas las que poblaron mi tugurio.
Uno es, después de todo,
las tantas formas en que se enrolla el hilo
del tiempo, el anillo de
humo enrollado en las pupilas
como lo haría el búho con
la niebla difusa de las anguilas.
En suma, se vacían aquí
todos los murmullos. Tal vez mañana sea
diferente la geografía y,
la conciencia, tenga los contrapesos necesarios.
El hastío nos ata al
punto de llevarnos al límite de lo más diminuto.
Del libro: Fuego de llaves invisibles, 2021
©André Cruchaga